
Reían, eso era lo mejor y más sincero que conseguían hacer...y por segundos, se hundían en un silencio lo suficientemente cómodo como para no interrumpirlo con palabras que añoraban desesperadamente ser escuchadas.
Esos momentos eran todo lo que compartían y frente a la mirada de terceros, sin dudas, lograban representar exactamente aquello que no eran.
Por un instante, una ofrenda de una religión africana sobre la arena los invitó a detenerse y a perder su mirada en el horizonte, donde el sol del atardecer estaba a punto de colisionar contra el agua.
Acompañados en su soledad, extendieron el intervalo durante un tiempo que - por larguísimo o muy breve - les resultaba imposible de calcular, hasta que ella, extrañada por ese sentimiento intruso, pronunció un:
- Tengo miedo.
- ¿Miedo a qué? preguntó él.
- A muchas cosas, a enamorarme...dijo en un volumen difícil de escuchar.
Mientras tanto, él ensayaba discursos en su mente que fuesen lo bastante correctos como para no lastimarla, pero sólo alcanzó a fingir sorpresa y decir:
- ¿enamorarte?
- Si... porque eso es lo que te pasa cuando estás lo suficientemente distraído.
A él le pareció sensato. Como un pacto implícito decidieron no volver a tocar el tema. Siguieron encontrándose, pero evitaron por siempre los momentos existenciales y nunca más volvieron a contemplar el atardecer juntos, mucho menos frente al río...