domingo, 29 de marzo de 2009

Comenzó a bajar lentamente por los escalones que crujían a cada paso. Tuvo que sostenerse de la baranda, ya que la tímida lamparita del pasillo no alcanzaba a alumbrar su camino. El viento afuera hacía bailar a las ramas que no intentaban disimular sus ecos de noche de juerga. Adentro solo quedaban la resaca, el silencio y un camisón que cubría hasta los tobillos. El corazón se le aceleraba, la escalera se ponía mas y mas crujiente, y lo que había al final de ella no era del todo predecible.

Segundos antes, un ruido cercano y estrepitoso la había obligado a salir de la cama tratando de no despertar a quien últimamente solo se limitaba a dormir a su lado. Pero al final de la escalera no pudo encontrar aquello que tan abruptamente la despertó y, durante un largo rato, lo único que pudo oír era el sonido de las agujas de ese reloj que ya daba las 4.15.

De repente un resplandor se filtró por debajo del postigo y súbitamente todo se veía tan fácil y claro. La puerta, la salida. Se iría: descalza y sigilosa, escapando para jamás volver. Sin llantos, despedidas, reclamos ni rencores; incinerando su espantosa rutina de lamentos e indiferencia. Como si la noche la tragara o la oscuridad la llevara consigo; como si se esfumara, como si su voz se apagara para siempre...

martes, 3 de marzo de 2009

Su mirada de ultramar se detuvo atrevidamente en su rostro. Ella, que se esforzaba por contener sus lagrimas y limitar sus autoreproches, se vio de pronto obligada a abandonar sus pensamientos y a corresponder al azul de sus ojos. Dulcemente él le sonrió. De un súbito y torpe movimiento ella se bajó del colectivo para jamás volverlo a ver. Ahora ella era quien sonreía; él le había cambiado el día...